
Leyendo y leyendo veo la noticia de una convocatoria abierta para El último libro, proyecto de Luis Camnitzer patrocinado por
El último libro es un proyecto de recopilación de declaraciones tanto escritas como visuales en las cuales los autores que colaboran puedan dejar un legado para las generaciones venideras. El proyecto parte de la premisa que la cultura basada en libros está llegando a su término. Por un lado esto se debe a las mutaciones culturales que, introducidas por las nuevas tecnologías, han transferido la información de la página impresa a la televisión y al Internet. Por otro lado, hay un creciente deterioro en los sistemas educativos (tanto en los países afluentes como en los de las periferias) junto con una proliferación de fundamentalismos religiosos y anti-intelectualistas. El último libro actuará como cápsula de tiempo dejando constancia y testamento de nuestra época, y como estímulo para una posible reactivación de la cultura, en caso que ésta desaparezca por desidia, catástrofe o conflagración.
Mi idea no es comentar la validez del supuesto llamado (¿cómo es que no encontré ninguna información al respecto en la web de
Como casi todos los bienes en el mundo, el libro partió como un bien reservado a las elites, luego fue cambiando a un consumo más regulado, hasta llegar por fin al consumo de masas. Pero con el surgimiento de las tecnologías de comunicación virtual, los problemas de la alternativa de los libros salen a la luz: sus límites en cuanto a emisores aparecen como el doble de obvios de lo que antes nos parecían.
Veámoslo desde el punto de vista más sencillo posible: el de la economía. El libro, como bien de consumo, es un bien obsoleto. Más aún, rompe con todos los esquemas de lo que se consume hoy en día: es un bien que dura demasiado poco y que no produce consumo suplementario (ampolletas y lentes a lo más); no genera un patrón de consumo fiable (aún las macrosagas como Harry Potter tienen que acabar algún día).
Pero pensando también en el público encontramos defectos en los libros: requieren de papel (que, en los tiempos de sobreconciencia ecológica que se avecina, es un desperdicio); son muy caros; no son de uso cotidiano (a menos que hablemos de ese libro que te cambió la vida y lo tienes de cabecera); ocupan espacio.
No trato de hacer prognosis. Sólo suelto la opinión de una persona escéptica a la supuesta inmortalidad del libro. Me desagradan las opiniones que dictan que siempre existirá un nicho para el consumo de libros, como si los cromagnones y los babilónicos los consumieran por igual. Los sistemas de comunicación invariablemente evolucionan al mismo ritmo que la sociedad que los engendra. Sí, es una posibilidad bastante lejana en realidad, pero es una posibilidad al fin y al cabo. Y debería tomarse en cuenta la existencia de esta hipotética amenaza para el viejo amigo encuadernado.
[Me le ganó la reflexión. Para la próxima prometo uno más mejor]