sábado, 27 de septiembre de 2008

Hiatus


Amigos, convidados, flaneurs, debo confesarles que este será el último post en bastante tiempo. Puedo citar variadas razones, pero por ahora me quedaré con la más obvia: estoy trabajando en mi tesis, y el tiempo, de la nada, se me ha vuelto un bien diminuto y precioso que debo saber utilizar. Debo preocuparme por otras cuestiones, y desafortunadamente este blog es algo que ya no me puedo costear mantener. Así que, al menos por un tiempo, dejaré de escribir.


Aprendí mucho de mi experiencia como blogger. Primero que nada, que es un ejercicio político. A menos que tengas un séquito de amigos dispuestos a leerte en cuanto publiques (o que al menos, tengas la paciencia como para hincharlos hasta que se rindan y acudan), el hacer de tu sitio una visita regular para otros requiere de una visión estética, de saber relacionarse con la red bloguera. Nunca fui especialmente habilidoso en ninguna de estas tareas.


De lo que sí puedo enorgullecerme es de mi puntualidad: sin contar aquel incidente del verano, publiqué siempre algo nuevo, en la fecha estimada. Me tomé en serio mi trabajo, haciendo de “lo etéreo…” algo más que un pasatiempo o un llamado de atención para los colegas. Me desagrada cuando la gente se hace un blog, suben material en un plazo de meses, y te huevean para que los admires cada vez que la ocasión particular ha llegado. Y sí, se que al decir esto me he ganado un par de enemigos (varios amigos incluidos).


Puedo decir que mi escritura es buena, no perfecta, pero amena; y que, salvo en contadas excepciones, no me expedí en la línea entre lo periodísticamente superficial y lo jodidamente académico. Quizás peco de ser un poco complicado en mi temática para el medio. Un blog requiere una cierta simplicidad y/o brevedad para pillar al paseante virtual, lo que no discrimino; entiendo que es una característica más del medio, donde la oferta es prácticamente infinita y el tempo es escaso. Y admito que mis temáticas pueden ser a menudo demasiado oscuras para el lector, y que apunto a públicos demasiado disímiles.


En fin… dejando el cinismo de lado, sé que varios por allí me leyendo y lo disfrutaron. Lo más valientes, hasta agregaron sus comentarios. Lo lamento, muchachos, pero hasta acá llego.


Sí, me gustaría seguir en un futuro cercano, cuando me sienta menos atrapado por las obligaciones. Lo más seguro es que empiece de borrón y cuenta nueva, en otra página (otra razón de mi lista: me cambié de mail y quiero deshacerme del que usé para inscribir este blog). Sepan que, cuando llegue el momento se les avisará a los interesados.


Fue una experiencia entretenida, y me ayudó a sacarme el académico que tenía encima. Nos veremos en otra hora, otro canal.


-Vicente Vadich

martes, 16 de septiembre de 2008

Me relaciono, luego existo


No, no es estado de vago. He leído, y bastante, debo agregar. Cosas buenas, cosas malas, cosas indescriptibles. Cosas que, por supuesto, puedo compartir con una cantidad de gente equiparable a la cantidad de dedos que tengo en mis pies. Por eso, me gustaría hablar un tanto de eso en este sitio. Será un viaje algo más denso que en otras ocasiones, quizás, pero es que de veras me gustaría compartirlo con un público (hipotéticamente) mayor.


Kenneth J. Gergen, partamos, no es sociólogo. Es psicólogo social, y desde hace décadas que la lleva en el campo, con sus originales concepciones de cómo se está construyendo el yo en la época postmoderna. Sí, es de esos. De hecho, es bastaste hinchador a la hora de anunciar que la postmodernidad está aquí y la ha traído la CocaCola. Desde ese lado, me decepcionó bastante. Pero si en algo me he instruido, es en dejar de lado los prejuicios naturales; o por lo menor, en rescatar lo valioso de entre lo que no sirve.


Vamos al grano, dijo el pollo. La cuestión es que Gergen cómo desde que se inicia la modernidad que una parte vital en cualquier individuo es la construcción del yo. Distingue dos formas básicas: primero, la romanticista, que hace referencia a lo relacionado con los sentimientos, de un interior oculto que no puede medirse o pesarse como los amigos ilustrados quisieran hacer. El yo romanticista predomina en nosotros cuando, al preguntarnos un porque, respondemos “porque se me sale” o “porque creí ciegamente”. Después estaría la construcción modernista, basada en la razón y en la aplicación del método científico. Gergen usa la metáfora de la máquina: la meta es, tal como las grandes fábricas que producen lo que se les pida, una persona absolutamente autónoma, funcional e independiente. Aunque muy distintas entre ellas, estas dos formas de construir el yo se parecen en que son una unidad estable, coherente e individual. Entra la construcción postmoderna del yo, cambiando por completo este patrón: la construcción del yo sería, citando, "ya no se le define como una esencia en si, sino como producto de las relaciones". El nuevo yo es flexible y mutable, pero esto no es sinómino de fragilidad; se trata de una nueva postura para abordar las características de un mundo saturado de relaciones y roles.


Un plus es que la carga de relativismo se usa con mayor cautela y profesionalismo que en otros autores. Como ejemplo, para mostrar el cambio en perspectivas predominantes de cómo se construye el yo usa el hecho de que toda investigación conlleva juicios de valor. Cita el famoso Experimento de Asch, pensado como método para estudiar la conformidad. ¿Cuál es el problema? Pues que todo el experimento está repleto de cargas valóricas: la idea de que existe una medida única e incuestionable para el mentado palito, la idea de que los que respondían mal eran borregos patéticos y, relacionado con el anterior, que las personas de pensamiento autónomo son las “buenas”. Todo esto tiene sentido con el contexto sociohístorico: una sociedad gringa que enarbola al self-made man, y un mundo que ha visto a través de los distintos fascismos en lo que el pensamiento conformista puede resultar. Salto en el tiempo: pasamos al estudio más reciente de un tal Mark Snyder y un experimento sobre autocontrol en lo público. Y resulta que la valoración está toda invertida: se observa bajo un prisma positivo a quienes pueden integrarse mejor a la opinión de la mayoría. Ellos son más sociables, encaran con rapidez y flexibilidad los problemas, e influyen con mayor facilidad a otros.


Pero lo que más me gusta es que, a diferencia de tanto, Gergen no viene a pronosticar el Apocalipsis. Demuestra que sabe cómo usar bien su relativismo: no hay una época “mejor” o “peor”. Simplemente hay un cambio de una forma de ver las cosas a otra. Hay un especial esfuerzo en mostrar los rasgos tanto positivos como negativos de una construcción del yo individual y una relacional. Es en este juego de pros y contras donde encuentro la mayor fuerza del libro.


¿Podré creerle a Gergen? Me gustaría. A pesar de los fallos inherentes de cualquiera que desenvaina el término postmoderno como quien se come un paquete de cabritas, encontré que su visión de cómo estaría cambiando el mundo es sumamente clara, y me hace sentido en un montón de niveles. Además de lo útil que me sería para otros fines más instrumentales, de los que no quisiera hablar ahora. Pero como todo lo postmoderno, al hacer la transición de la teoría a la vida cotidiana, no dejo de sentir que calza demasiado perfectamente. Porque, en el fondo, “todos vemos lo que queremos ver”, y es allí donde se caen estos tipos: sus ejemplos son escogidos con pinzas para mostrar irrefutablemente que lo expuesto en el texto no tiene por dónde no verse. También me molesta la manía por creer en una casi ridícula influencia total de los medios de entretención (agrupándolos como un grupo de referencia más, sino el más importante). Sin embargo, y más allá de eso, veo en Gergen una chispa, una estela a seguir, un intento de crear más que de destruir. Esto sería el comienzo para poder explicar un montón de cosas que no entendemos, y dejar de amargarnos tanto por otras tantas.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Comodín


No, no escribí nada. Juego mi carta trampa "tuve una semana ocupadísima, me hice un año más viejo y la destrucción que conllevó su festejo me mantuvo aún más ocupado". Poruqe, comparado con otros, he llevado con diligencia ascética mi agenda de publicaciones. Así que me doy este lujo y chaos.

Nos veremos la proxima vez, cuando toque.

lunes, 25 de agosto de 2008

Fracasar

"Caer está permitido, levantarse es obligatorio"
-Proverbio ruso

El fracaso es una constante en nuestras vidas. Es un hecho inevitable. Y más importante aún (al menos para mí) es también una construcción social. O más bien, cómo se reacciona ante él.

Estudiar el fracaso en sociedad se ha vuelto sumamente interesante dentro de nuestros tiempos, por la simple razón de que se ha convertido en la gran negación, en el gran tabú innombrable, después de la muerte. Nadie quiere oír de morir o fracasar. Si les conversara este tema en una reunión casual, de seguro me tildarían de morboso. Y quizás lo están haciendo ahora mismo. Y quizás sí lo soy. Pero por muy feo que sea hablar de ello, alguien tiene que hablarlo. Porque por donde veo, tenemos como sociedad una grave crisis de estado de negación.

Caso 1: Comedia gringa de adolescentes. Un mundo convenientemente dividido entre los ganadores y los perdedores. Porque en este mundo envasado, quien nace perdiendo tiene que morir perdiendo, y quien nace ganando tiene que morir ganando. Y hasta la última fibra de su ser tiene que adecuarse al arquetipo que representan.

Caso 2: Seminario de futuros líderes. Ser alguien, te enseñan, se logra si cumples estos pasos que te dicto. Olvidan mencionar que los grandes líderes los escoge la historia y nadie más. Que los grandes hombres fueron gente perturbada y muchas veces rechazada.

Caso 3: Gente que hace las cosas mejor que yo. No, no es envidia. No, en serio. Acepto mi posición (no sin conflictos), que es de por sí bastante buena. Pero cuando veo a algunos avanzar en la misma línea recta, encumbrarse más y más alto, me pregunto cuánto les dolerá la caída posterior.

Fracasar es parte natural de la vida, quiéranlo o no. Es una muerte simbólica, es la aplastante aprehensión de que existen incomprensibles e indomables, que cualquier acción de un hombre o una mujer tiene un factor de riesgo invisible. Fracasar es una idea que se revela contra los poderes fácticos de los modernos. La ciencia enseña que no hay elemento en el vivir que no pueda ser manipulado a gusto. El fracaso, entonces, tiene que ser resultado de un error de los demás o propio. Pero a veces ni teniendo esos requisitos se fracasa. A veces, pasa porque sí. Gente como tu o yo están fracasando en estos instantes.

Y el mundo está cambiando: el porcentaje de egresados universitarios se dispara, la red permite mantenerse informado de los rincones del mundo, el hambre humano por conocimiento genera nuevas áreas para desarrollarse. Con tristeza les informo que esto se traduce en toda una ola de fracasados, de gente que hizo todos los pasos correctos pero que igual no obtuvo lo que quería, lo que se merecía. ¿Y cómo van a lidiar ellos con algo que nunca les enseñaron, quien sabrá tratar con El Impronunciable? El sociólogo Richard Sennett lo tiene bien claro cuando escribe La corrosión del capitalismo. Al final del libro recomienda dejar de pensar en términos de ganar o perder, así como dejar de actuar como una isla. “Un fracaso repentino es la experiencia que hace que las personas reconozcan a largo plazo que no son autosuficientes” [pg. 148]. En un punto inusualmente emotivo para un libro de sociología, Sennett nos dice que, en un mundo que produce y desprecia fracasos, lo mejor que se puede hacer es admitir esa vulnerabilidad, y recurrir a los otros, al “nosotros”.

Hay que aprender a fracasar. A echarles la culpa a los demás cuando se requiera, o a uno mismo cuando también se requiera. Pero más importante aún, que la vida sigue después del fracaso. Que habrá otras oportunidades, que hay que levantarse sin importar lo espectacular de la caída. Nuestra misión con las nuevas generaciones es un tanto ardua, pero se las debemos: darles una palmadita en la espalda, reírnos de su supuesta miseria, y decirles, “oye, relájate, no es el fin del mundo”.

viernes, 15 de agosto de 2008

Instituto Carlitos Javier para jóvenes superdotados


Bueno, el asunto es que continué viendo el famoso Gen Mishima para aclarar mis impresiones y darle una segunda oportunidad a la televisión chilena, por la que ya mostré mi desprecio en ocasiones anteriores.

Hablando del discurso, hay que notar que resulta fructífero notar cada detalle de una creación, independiente de si ese fue el propósito de los creadores o no. Viendo Gen Mishima con las antenas bien paradas, me dio por fijarme en que el transcurso de la mentada primera serie de ciencia ficción chilena” nos dice, en su desarrollo y puesta en escena, exactamente las razones por las que no se puede hacer ciencia ficción en Chile (y bien podría expandirlo a Latinoamérica). Obviamente no fue esta la idea planeada, pero es que viendo la serie me queda perfectamente claro el porqué éste y otros posibles futuros intentos están condenados al fracaso.

El ejercicio reconstructivo lo puedo dividir en 3 razones claras, percibibles en la serie, por la que Gen Mishima prueba que no debería existir:

1) Porque viene de afuera: de Gen Mishima lo deja claro en su premisa: la ciencia (sea ficción o real) es algo que viene de afuera. La parte “ciencia” de esta ficción se desata porque un científico japonés viene a experimentar con los chilenitos. Los tocados por el experimento también parecen condenados a existir en un mundo aparte, distanciados de la gente corriente. El elemento fantástico-científico sólo puede surgir desde el exterior, y Chile no puede aspirar a más que ser un receptáculo de las maquinaciones de los civilizados.

2) Porque no hay cariño: Las comparaciones con series como Héroes refuerzan el estigma de que lo que se está haciendo acá es porque precisamente esas series la están llevando, porque es moda. Y Cuando se acabe la moda, adiós a la ciencia ficción chilena.

Los elementos científicos no pasan de la ciencia ficción más Light, cosas tan ridículamente imposibles como en las películas de James Bond. Y de hecho, resulta peor que eso. Y trato de no ser muy quisquilloso, pero es que se pasan. ¿Cuánto se puede demorar uno en wikipediar la información? ¿3 minutos? El mejor ejemplo es en el capítulo 3, con el desdichado dialogo sobre “la hipnosis y las ondas Beta”. Es tan absurdo que me dio vergüenza ajena.

Esto se nota peor que nunca en los actores, que cuando tienen que recitar líneas que involucran hueás con ciencia se van a la mierda. En esos precisos instantes, hermosos por su brutal potencial para epifanizar, el nivel actoral baja de “mediocre” a “me leí el guión en la micro”. Volviendo al ejemplo anterior, aún si tuviese una base científica de peso, el actor lo recita tan mal que no me creería ni aunque me amenazaran con machacarme las bolas a martillazos.

Incluso las referencias a la ciencia ficción se sienten poco inspiradas y sin sentido. El conocimiento de referentes, sean realies o ficticios, no pasan más allá de lo que uno lee en el colegio.

3) Porque somos espectadores: La más brutal de las razones, un tanto oculta al principio, pero que resulta lógica adentrándose más en su universo. Observen a los Niños Porvenir, a los buenos y malos; observen sus acciones, y sobretodo, sus palabras. Los niños del Gen Mishima hablan en un castellano casi perfectamente neutro, dando un espectáculo más parecido a la traducción de una serie gringa que a una creación propia. El único chileno auténtico es el periodista Ignacio Maiakovsky. Sabemos que es chileno porque es chico, moreno, y habla con harto garabato (chilenos también).

Piensen en el rol de de Maiakovsky. ¿Quién es? Un periodista. ¿Qué hace? Nada. Puede que actúe a favor de los buenos, puede que sea vital para el rescate de la loca en coma, pero él interviene porque le dicen que debe hacerlo. Es convidado a participar por las dos facciones, que lo ven como una peste inocua. Maiakosvsy es el más chileno porque no entiende huea y media de lo que está pasando: es un intermediario entre el mundo de los superdotados y el mundo cotidiano.

Y no puede hacer otra cosa, más que dejarse llevar por los designios de esta historia superior a su alcance. Y me imagino a Maiakovsky como símbolo de lo chileno cuando se enfrenta a lo científico: sometido a los designios de los genios, un peón-soldado en la guerra por el conocer, un perdido en una urbe de ajenos. Sabe que es una pieza menor y trabaja desde donde puede, obedeciendo ciego a los mandatos de otros, nunca entendiendo del todo sus razones.

No critico nada, de hecho me quedó gustando Gen Mishima por las conclusiones que saco al someterme a su horario de los domingos en la noche, y porque es un milagro a estas alturas que algo en la tele chilena dure tan sólo 8 capítulos: la televisión chilena exige un compromiso demasiado grande para lo que ofrece. Y a pesar de tanto error y tanta demostración de lo equivocados que están, igual quiero que les vaya remotamente bien. Porque ni Asimov ni Tolkien partieron de cero, y el camino a la perfección está llena de equivocaciones.

viernes, 8 de agosto de 2008

No entiendo la tele

La tele me aburre. No exactamente la tele como producto masivo y anticultural:, la sociología me ha enseñado que lo entendido como “de calidad” no es más que una construcción formal, que la apreciación tiene relación con el historial familiar y educativo.

Tampoco es problema mío: Me gusta la anticultura. Acostumbro ver basura gringa casi a diario; me he paseado por producciones canadienses, italianas, japonesas. He visto refritos turcos que harían enrojecer a nuestra concepción de lo que es kitsch.

No, mi problema es con la televisión chilena. No entiendo la tele chilena. No entiendo qué enganche tiene para quien sea, elitista o popular. No entiendo, por mucho que sólo me enfoque en el morbo, en la chabacanería, en la farándula, en las tetas o en el sentimiento de “qué pasará después”, cual es la gracia. La tele es fome, fomísima.

Me tiro en la cama. Junto toda la paciencia, el aburrimiento y el tiempo sobrante que pueda, y los dejo fluir al prender el aparato. Y sin embargo, no pasa nada de lo que me prometen: no me distraigo ni caliento ni emociono. Además, las series, teleseries y realitys son largos, demasiado largos. Nunca voy a entender cómo es que existen humanos dispuestos a mamarse el rollo de Pelotón, donde nunca llegué a percibir algún tema interesante. Calculo: 90 minutos * 5 días a la semana * 3 meses = 1.350 horas de ver minas maoma en la ducha (mas no desnudas) y un montón de trabajo manual. ¿Quién aguanta?

Incluso las exportaciones se ven inundadas por un vaho de fomedad. Tomo como ejemplo Caso Cerrado. Pocas cosas me dan mas dicha en televisión que ver gente perder cualquier atisbo de dignidad, y doña Ana María Polo cumple maravillosamente con mi lado hobbesianoo. Las versiones chilenas, aunque tengan sus momentos geniales, la mayor parte del tiempo son versiones descafeinadas: la gente se para seria respetuosa en el estrado, los pleitos no impactan ni tienen sentido, nadie se agarra a combos. El mayor insulto es ese programa, Veredicto: casi todos los problemas derivan en que alguien le debe algo a alguien, y chao. Quien mejor cumple lo que busco, no sé si con intención, es el Diario de Eva, donde la vergüenza ajena asoma por el sólo hecho de que esos adolescentes respiren el mismo aire que yo; sin embargo, a la larga me aburro de oír qué hizo la amiga del pololo para que se enoje tanto.

Hipótesis alternativa: la gente la ve porque da sueño. No hay nada como ver un reality chileno en los últimos momentos antes de dormir, la mente ablandándose por tanto drama poco interesante.

Hipótesis nula: la gente ve televisión como acción colectiva. Comentada en grupos, los programas suenan interesantes, apasionantes, maravillosos; cuando intento verlos por mi cuenta, la ilusión se cae a pedazos. Algún crítico dijo alguna vez que la teleserie vivir con 10 era el mejor retrato jamás pincelado de la clase media aspirante chilena; igual perdí la paciencia. Pienso el ver tele como un acto de comunidad, un método curioso que usan individuos aislados para generar lazos. Yo mismo he experimentado el carisma fraternal detrás del cuestionarse por las acciones de tal personaje o la chance de un romance ilegítimo entre la joven idealista y el forastero misterioso. Lo he hecho, claro, pero nunca con escenarios chilenos. La lata me gana.

Por allí y por allá pillaré fragmentos, a veces reconocidos y a veces olvidados entre los disfraces de gomaespuma y las barras de testeo de colores, de una televisión que sí vería. Todo que hagan en la Aplaplac, por ejemplo. Para el resto, bendigo el tener Internet.

PD1: Con ojillos semiesperanzados empecé a seguir la cuestión esa del gen Mishima, siendo todo lo posiblemente positivo al pensar en “ciencia ficción chilena”. Y como de costumbre, me decepcioné. Es como las teleseries noventeras del TVN: no importa si son gitanos, pascuenses o cartoneros, al final se trata de la misma hueá.

PD2: en mis años mozos escuchar a Mr. Bungle era lo más cool entre lo cool… ahora lo ponen en el show ese de los patinadores.

domingo, 27 de julio de 2008

Contra el no lugar (pero no como imaginan)


Ya mencioné en otra ocasión sobre mi lectura del libro Los No lugares, de Marc Augé, y de cómo con un sencillo hojeo ya me dio mala espina. Creo que no mencioné que era para un ensayo en el que trabajaba. Lo que en definitiva no mencioné fue la evaluación post que hice al terminarlo. Para que se entienda desde donde estoy trabajando, haré referencia testimonial hacia el momento exacto en el que acabé con la “etno-novela” (como Augé bautiza a sus publicaciones). Hagamos un zoom-in a mi cabeza, dentro del lapso de cinco segundos entre los que cerré el libro y conseguí articular, en una frase sencilla, el primer esbozo de mi conclusión hacia la información asimilada:

“Este es el hueón más chanta que he leído”

Y de eso acabó siendo mi ensayo: de lo pobre que es el concepto de no lugar. Patié culos con el ensayo, por cierto. Tanto en sentido evaluativo (me fue la raja) como en sentido conceptual. Nunca la bibliografía había rechazado tan unáninamente a un mismo autor. Hasta me dio pena el pobre viejo… eso, hasta que recordé que es una figura intelectual de reconocimiento mundial, con más reconocimiento y plata de la que yo jamás podré soñar con obtener, y me sentí literalmente enojado con rabia.

No voy a estar pegando las 3.600 palabras de lo que escribí, pero lo que sí puedo sacar es un resumen/minuta. Siento una especial responsabilidad en el tema porque, para cualquiera medianamente involucrado en discusiones postmodernas (universitarios y etc.). Hasta un grupo en Facebook tenemos. Quiero que las ocho personas que lean esto sepan que el no lugar es más que una desviación conceptual, es un error fatal; amenazando, tal como ese pariente que suele ignorarse por el resto del año abusando del tinto en la reunión familiar, con convertir el debate en un sinsentido de lugares comunes.

Puedo decir entonces, con plena conciencia de mis aptitudes, que la idea de no lugar es una pendejada, por las siguientes razones:

1) Porque el no lugar es un concepto oscuro. Si leen el libro famosillo, verán que lo más cercano a una definición es: “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, se definirá como no lugar… Espacios que no son en sí lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos: éstos, catalogados, clasificados y promovidos a la categoría de “lugares de memoria”, ocupan allí un lugar circunscrito y específico” (pg. 83 de la edición Gedisa). En mi opinión personal, esto pone a Augé en el nivel de un nueveañero: simplemente no se puede tomar muy en serio a quien no atina a definir algo más allá de a través de lo que no es.

2) Porque no existe la homogeneidad. Un lugar se concibe por la gente que habita en él, por sus relaciones y comunicaciones. Por eso, no crean en la producción masiva de no lugares, porque no es posible y ya. Cada lugar es especial a su manera, lleno de experiencias irrepetibles, sea por la historia individual o colectiva.

3) Porque no existe ni ahistoricidad ni atemporalidad. Augé lleva en el gen posmo una injustificable nostalgia hacia todo lo moderno. En su caso, por supuesto, si el no lugar es una exhibición de todo lo malo de nuestros tiempos, la nostalgia va dirigida a los viejos lugares modernos: rebosantes de identidad, relaciones e historia. Lo cual es boloña. Las grandes construcciones del siglo XX no existen para el bien de la humanidad y de los vínculos sociales, son tan funcionales como cualquier McDonalds. Fueron años de sucesos y conflictos los que le dieron un sentido.

4) Porque es una idea centralista, pensada desde la posición privilegiada de un intelectual francés. ¿Quién más podría pasearse libremente por aeropuertos y malls pudiendo acceder al total anonimato, a la experiencia lúcida y placentera de estar y no estar a la vez? Pregúntenle al vendedor ambulante que vendedor ambulante que busca una venta segura adentro del supermercado, al vagabundo que pide unas monedas a la salida del metro, al árabe o sudaca que ponen pie en un aeropuerto. O más fácil, pregúntenle a los miles de trabajadores que se asientan en los supuestos no lugares para ganarse el pan, y en su interior llevan adelante sus pequeñas y preciosas vidas.

A todo el que lea esto, por favor escúcheme: el no lugar es un lugar común, un virus para las discusiones serias en todo el mundo, que se propaga reduciendo la complejidad del acontecer actual a una lucha sin sentido. Por favor, díganle NO a los no lugares (pero no en el sentido usual). Que la ignorancia no les impida pensar. Como mi generación decía en algún momento confuso de su desarrollo: barco pirata pa Augé.