Vengo de leer “Los no-lugares” de Marc Augé, uno de esos autores novedosos que llaman tanto la atención por inventar prefijos a la palabra modernidad. Quería mencionar algo que me llamó la atención, no como conclusión sino al principio de la adquisición: las fuentes bibliográficas. 10 libros en total, sin contar los que menciona al rato en pies de página (que igual no son muchos). Da como para creer que el hombre es un genio y se lo inventó todo, o que es un chanta. Sorpresa, sorpresa, es la segunda. Incluyendo partes completas donde podía reconocer a la perfección el autor que “casualmente” a Augé se le olvidaba citar (Lyotard, Lacan). En general, los problemas que se le adjudican a la familia de los posmos: una teoría muy bonita y ondera, pero sin señal alguna de haberse ensuciado las manos con honesto reconocimiento de campo. Un montón de juicios que no hacen eco en el mundo real.
Cuando comencé a adentrarme en el mágico y loco mundo de la sociología, antes de dirigirnos al establo de unicornios cibernéticos (que, no lo descubrí hasta el séptimo semestre, también eran entrenados en Ninjitsu), el guardián de las puertas nos insufló con una letal advertencia “SIEMPRE DEBERÁS CITAR AL PRÓJIMO”. Al principio me pareció un atentado al alma pura y poética del individuo. ¿Quiénes eran estos tipos para decirme lo que puedo o no puedo poner en mis ensayos y artículos? ¿Cuál es la urgencia por mostrar que las ideas no son tuyas?
Más, con el tiempo, acabé acostumbrándome, y dándoles la razón. Porque verán, descubrí que detrás del pesado régimen y reglamento de la citación sociológica, vive una declaración de honestidad. La realidad de que la originalidad en toda obra es una cuestión cuestionable. Y si tomas a estos supuestos vanguardistas posmodernos y haces las investigaciones necesarias, no es difícil encontrar que sus palabras resuenan en otros sitios, con las más extrañas de las familiaridades. Citar a tus antecedentes es casi un aparato de contestación hacia el mundo, que busca en toda creación humana el adanismo inconcebible. Negar la falacia que por tantos siglos nos han inculcado: que lo que hagas debe ser original ante todo, siendo que la pérdida de la originalidad se remite a los antiguos griegos.
¿Qué pasaría si a los artistas los obligasen a ser honestos consigo mismos, y a incluir toda referencia utilizada en sus supuestos arranques de originalidad? Admitir que sus quimeras no son el mensaje de las musas que transmiten sus mejores deseos al mundo mortal, que lo que hacen ya se ha hecho por montones y millones. Me imagino con claridad el derrumbe de la carrera de tanto artista plástico, teniendo que reconocer que “sí, bueno, en realidad Duchamp ya dijo todo esto”. Y ni hablar de tipos como Quentin Tarantino, que tendrían que montar sendos glosarios detallando cada autor de lista A, B o Z del que copió cada técnica con la cámara, rasgo de personalidad o escena de ultraviolencia que ha utilizado en su carrera.
A ver si se sienten tan valientes, entonces.
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